Un año más me convenzo a mí misma para ir a la Javierada. No es que no quiera ir, para nada. Es lo de siempre, que mentalmente me acompañan las fuerzas pero el miedo a que el cuerpo no lo haga me paraliza.
En realidad no tendría por qué ya que no salgo desde el inicio. No me veo capaz.
Aquellos que lo hacen sí que son unos verdaderos valientes.
Se levantan a las dos de la madrugada para empezar la Javierada tan sólo una hora después. En noche cerrada recorren kilómetro tras kilómetro, sabiendo que hasta que no cuenten cincuenta y cinco y sean las cuatro de la tarde no podrán dar la jornada por terminada.
Me parece admirable.
Cuerpos llevados al extremo. Los pies hinchados, llenos de ampollas y una sensación de increíble satisfacción que se mezcla con las agujetas y el cansancio.
No puedo ni imaginar su esfuerzo.
Mi Javierada empieza como cada año en la segunda jornada, desde Carcastillo. La primera zancada a las ocho de la mañana, con tan sólo treinta y tres kilómetros por delante e idea de acabar el trayecto a eso de las seis de la tarde.
En el autobús, camino del monasterio.
Los recuerdos de las Javieradas pasadas acuden a mi mente. Mi cabeza repasa de nuevo todo el recorrido y las imágenes vienen a mí como si fueran de ayer.
Primera etapa
Salgo desde el Monasterio de la Oliva e inicio la Javierada con un pequeño paseo hasta Carcastillo donde realmente empieza el camino, al margen del río Aragón. Voy cogiendo el ritmo de forma armoniosa, pisada tras pisada, casi sin cansarme ya que son sólo tres horas hasta llegar al almuerzo.
Me acompañan el paso aquellos que empezaron el día anterior. Algunos me alcanzan y superan sin el más mínimo esfuerzo. Sus piernas están acostumbradas. Otros van poco a poco, a otro ritmo. Sufren el cansancio de los kilómetros ya andados con una voluntad de hierro.
Sin darme cuenta llego al almuerzo. Nos reciben a cuerpo de Rey, como si nos lo mereciéramos. En la mesa platos de cogollos, botella de vino y una silla que agradezco como si fuera el sofá de mi casa. Me acercan unas tostadas, chistorra y algunas costillas. Todo hecho especialmente para nosotros. Nos atienden con cariño, respeto y también premuera porque somos muchos.
No notan mi mirada de agradecimiento.
Segunda etapa
El tiempo de descanso pasa sin darme cuenta. Con el estómago lleno me levanto para empezar la segunda etapa, sin duda la más dura. De nuevo tengo miedo. Si continúo no hay vuelta atrás.
Empiezo despacio pero con paso firme. Allá voy.
Cruzo los campos de paja sobre un camino seco, deseando ver el verde que me llevará a las faldas de Monte Peña. Pasan las horas sin darme cuenta, con poca conversación. Cuando ando no me salen las palabras. Me gusta ponerme unos auriculares y escuchar un audio de Brainwaves. Pongo el de Ondas de Máxima Creatividad y sin darme cuenta, estoy ahí, dirigiendo la mirada hacia Monte Peña.
Unos minutos más de descanso. Esta vez me siento con las piernas cruzadas y las manos a los lados, postura de meditación. El ejercicio físico ha hecho que mi mente se relaje, se vacíe, y ahora estoy totalmente conectada. Por fin siento un equilibrio total entre mi mente y mi cuerpo.
Me sabe a pura gloria…
No puedo quedarme más. Las piedras me esperan, y el ascenso es corto pero intenso. Casi no puedo ni hablar, respirar se me hace difícil. Y por fín alzo los ojos y ahí está, la cima.
Monte Peña. Un antes y un después.
Unos minutos más de descanso y comienzo la bajada. La disfruto a cada segundo, es lo que mejor se me da, incluso el roce de las ramas a mi paso resulta agradable. No puedo retirar la mirada del suelo porque el sendero es angosto y empedrado y mi cuerpo camina prácticamente solo.
El tiempo ha pasado rápido, en una hora y media estoy comiendo. Noto el cansancio pero puedo con él. Me agrada. Me siento satisfecha.
Última etapa
Retomamos nuestra ruta. Tan solo quedan cuatro kilómetros para llegar a Sangüesa. Voy andando pero es como si corriera porque el autobús que nos llevará a Sos del Rey Católico espera.
El cansancio hace mella. No dura mucho.
Un buen hotel, una buena ducha y una noche increíble para disfrutar de las Jornadas Medievales que este año sí coinciden con nuestra estancia. Disfrutando del buen vino con mi marido y nuestros amigos de siempre.
Me siento de nuevo agradecida.
Domingo
Sin darme cuenta suena el despertador y empieza la siguiente jornada. De Sangüesa a Javier andando, tan sólo unos ocho kilómetros por delante.
Mucha gente a mi alrededor, es el multitudinario Vía Crucis. No me gusta demasiado. Me aturde. Demasiada gente. Mis audios no logran desconectarme del entorno y los olores y sonidos me marean.
Es un trayecto corto. Veo el castillo de Javier y siento que un año más he llegado. Junto a mí, otros 9.000 peregrinos que como yo han decidido ir.
No comparto su espíritu religioso pero subo a la Basílica y cuando me siento en uno de sus bancos las lágrimas acuden a mis ojos. No puedo parar. Se siente tanto ahí dentro…
Nos despedimos de la Basílica.
Toca tomar el último café, sentados en una humilde mesa de plástico. Al aire libre, deleitándonos con la frescura de la mañana y los rayos de sol que nos rozan la piel.
Un año más lo hemos logrado.
Y como siempre ha merecido la pena.
Vuelta a la realidad
El autobús ha parado en el Monasterio de la Oliva. Sin darme cuenta he repasado las próximas horas en mi mente como si ya hubieran sucedido. De nuevo acude a mí el miedo a desfallecer. No me siento preparada. Nunca lo estoy.
Pero necesito hacerla. Sé que voy a hacerla.
Ya no es un recuerdo. Esta es mi primera zancada.
Click.
Mi mente se deja llevar. Desconecta. Los sentidos se encienden y mi cuerpo toma las riendas.
De nuevo estoy en paz.
Vuelve el equilibrio…
Muy bueno
Gracias 😊